La mayoría de personas veganas no hemos nacido veganas. Por este motivo nos es fácil ponernos en el lugar de quienes comen y consumen productos de origen animal. Dado que todavía no somos mayoría en esta sociedad, no todas nuestras amistades y familiares han tomado la decisión de dejar de apoyar la explotación de animales pero, aun así, seguimos relacionándonos con ellas.
Sin pretenderlo, es prácticamente imposible que una persona vegana no hable sobre ello en algún momento —incluso hay quien dice que es muy negativo no hacerlo—. Compartir una comida, ir de compras con alguien o simplemente seguir el fluir de según qué temas en una conversación puede derivar en una descripción o defensa de nuestra decisión de negarnos a financiar la explotación animal en alguna de sus formas.
En general, las personas veganas entendemos la manera de pensar de las personas que no lo son, porque la publicidad y las opciones de consumo que nos rodean apuntan a la idea de que los animales de otras especies son menos valiosos que la especie humana y son tratados como una masa de seres cosificados, en lugar de como lo que son: sujetos individuales. Sabemos lo convencidas que se sienten esas personas y vemos cómo rechazan renunciar a comer, a hacer o a comprarse algo que les gusta. Conocemos el mecanismo de la disonancia cognitiva que las lleva a justificar lo que hacen, aunque sea injustificable, porque lo hemos sufrido en el pasado. La mayoría de personas veganas nos hemos creído mentiras y no hemos sido honestas con nosotras mismas, en un principio, respecto a la explotación animal, porque no estábamos preparadas para asumir los hechos y cambiar.
Este artículo está publicado en Infoanimal, en el diario El Salto. Clica aquí para seguir leyendo...
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