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Una herencia común

Vivimos en un mundo en el que pensar en uno mismo es una prioridad. Algunas personas no solo actúan exclusivamente según sus intereses, planificando lo que más les conviene y les convendrá a ellas mismas, sino que también buscan maneras de beneficiar a sus descendientes. A veces, de forma que a ellas también les sea de provecho en vida.


No son pocas las veces que me han explicado que comprar un piso es hacer una inversión en lugar de "tirar" el dinero; ya sea porque puedes venderlo cuando quieras por el mismo precio o más caro o porque esos bienes inmobiliarios pasarán a tu descendencia. Existe todavía hoy en día en la mentalidad de muchas personas la ambición de hacer dinero con "el ladrillo". Nos seguimos creyendo con el derecho a poner el precio que veamos oportuno a un piso y estamos dispuestos a seguir hipotecando nuestras vidas y a entender que ese piso aumente su precio pasados unos años. Sin embargo, la mayoría de personas jóvenes y no tan jóvenes que necesitan un lugar en el que vivir no pueden acceder a este debido a la precariedad del empleo, a unos sueldos insuficientes y al excesivo precio del alquiler o compra de una vivienda que, en cierta medida, han ido causando quienes compraron un piso para especular con él.


Aparte de esto, tenemos muy interiorizada la idea de que nuestros hijos e hijas pagan nuestras pensiones con sus impuestos y que necesitamos multiplicarnos para crear mano de obra y hacer que la economía esté activa y nutra nuestra paga cuando nos jubilemos. No obstante ¿qué panorama de vida les estamos dejando? Una creciente falta de empleo y la remuneración por un trabajo que, en muchos casos, no permite llevar una vida digna. Para muchas personas llegar a final de mes es una lucha continua por la supervivencia. Por no hablar de la escasez de recursos naturales y materias primas que empieza a notarse y los niveles de contaminación a los que hemos llegado.


Frente a esta herencia, no le veo mucho sentido a traer personas infelices a este mundo. Primero deberíamos arreglar nuestro modo de vida, revalorizar los trabajos que realizamos y decidir cuáles son nuestras necesidades, exigencias y responsabilidades en el sistema que rediseñemos. Luego, tal vez, será buena idea traer bebés. No al revés. Unos padres preparan una cunita acolchada para que una nueva persona se sienta a gusto y disfrute de su existencia y crecimiento antes de que llegue, no meses ni años después.


Parece que vamos corriendo a todas partes a un ritmo frenético de vida porque no hay más remedio ni salida. Nos lo parece porque nuestro trabajo, nuestras tareas diarias y nuestras distracciones no nos dejan tiempo para reflexionar o nos saturan la cabeza inhabilitándola para ello. Pero existen alternativas. Todavía estamos a tiempo de cambiar nuestros hábitos y bajar nuestro nivel de consumo para evitar el peor colapso. Puede que valga la pena dejar de hacer alguna de las miles de cosas que hacemos y liberar un rato de nuestro día o de nuestra semana para dedicarnos a pensar en ello.


El dinero, en caso de tenerlo, no podrá salvar muchas vidas en un mundo empobrecido en el que la supervivencia, simplemente respirar, pueda ser algo complicado por una pésima calidad del aire. Por eso propongo dejar a un lado el egocentrismo para pensar en el "comuncentrismo". El calentamiento global implica la llegada de sucesivos desastres naturales que causarán pérdidas de cosechas o de fábricas, provocando carencias de alimentos o de productos. Ya podemos ver los desafíos éticos en el horizonte, por mucho que les demos la espalda o los neguemos. Por eso no seré la última en señalar la importancia de la cooperación, de la suma de fuerzas y del aprovechamiento de medios disponibles.


Para ello ¿por qué no considerar el concepto de "herencia común"? Igual no es una idea descabellada renunciar a las herencias individuales. Imaginemos un mundo sin herencias ni especulación con bienes que deberían ser un derecho básico como las viviendas. Crearíamos un sistema automático de gestión de recursos para que cada persona que deje este mundo done a la sociedad lo que le ha quedado sin consumir y ya no vaya a poder disfrutar. El manejo de las donaciones sería automáticamente destinado a garantizar una vida digna para todos los seres vivos, de todas las especies y condiciones.


No sería tan difícil programar un algoritmo para que reparta recursos de manera equilibrada y según las necesidades y exigencias de cada área que conforma nuestras vidas. Por un lado, la protección de animales no humanos recibiría mucha ayuda, de entrada, ya que es el sector más discriminado y menos valorado, pero con mayores necesidades.


Es muy probable que nos veamos obligados a prohibir la caza, a pesar de las presiones de algunos por mantener tal práctica. Solo el 4% de especies animales son silvestres y viven en libertad. Apostar por la biodiversidad y frenar la extinción de especies es incompatible con seguir matando a animales que juegan un papel fundamental en el equilibrio del ecosistema en el que vivimos. Al suprimir la caza, se destinaría parte de esa herencia común a contratar a guardias antifurtivos, guardas que auxilien a fauna y flora en apuros, se apoyaría la gestión de santuarios, la reintroducción de especies rehabilitadas, la práctica de rewilding y otras cosas tan urgentes como estas.


Por otro lado, la protección de seres humanos podría consistir en proveer una vivienda digna, una renta universal que garantice comida, ropa, luz, agua y una buena red de ofertas de empleo tan atractivas como irrechazables para poder elegir la mejor manera de ocupar nuestro tiempo y mantener nuestras habilidades vivas.


Aplicando esta gestión de herencias comunes nos desharíamos de algunos defectos que arruinan nuestras vidas como la desigualdad, la envidia y el egoísmo y ganaríamos empatía, equidad, calidad de vida para los seres humanos y también para el resto de animales. Disfrutaríamos de igualdad de oportunidades para dedicar nuestra vida a lo que queramos, sin estar obligados u obligadas a realizar una tarea que despreciamos o a aguantar un maltrato del que no podemos escapar.


En definitiva, en lugar de pensar en uno mismo —y si de verdad amamos a nuestros descendientes y deseamos dejarles un mundo amable a las futuras generaciones— deberíamos reformar el presente antes de acabar de aniquilarlo con nuestro individualismo extremo. Dejemos de pensar en nosotros y en nosotras mismas y anulemos la ambición por el poder individual. Es hora de centrarnos en lo que es mejor para la mayoría de individuos.


Ahora o nunca es el momento de actuar por el bien de todos y frenar nuestras ansias de tener y de hacer. El planeta no va a aguantar nuestro ritmo de explotación y ningún hijo o hija podrá salvarlo ni salvarse con dinero, con pisos o pertenencias. Es momento de repartir, no de acaparar sin mirar quien se queda sin nada. Al fin y al cabo, estamos de paso, todo es de todos y nada es de nadie. Si a estas alturas no lo hemos aprendido significa que algo huele a podrido en nuestra civilización y estamos dispuestos a perder. Demostremos que no es así y recuperemos esa pizca de compasión que puede hacer que todo cambie.


La fotografía de este artículo es de Laura Muñoz @unbichoinquieto

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