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LA PRESENCIA

Te veo salir por la puerta cada mañana y no puedo dejar de pensar en cuándo te veré entrar de nuevo en casa. Siempre sales confiada y dispuesta a comerte el mundo. Sin embargo, a la vuelta, siento el temblor de alguien que teme el horror de lo que podría pasar pero aún no ha sucedido. Cuando metes las llaves en el bombín de la puerta, las giras y esta se abre, no puedo evitar sentir una explosión de euforia en mi interior. Me lanzaría, pero no acudo a tu encuentro porque no te gustaría. Tú prefieres convertir tu entrada en casa en un ritual y eso me encanta.


Empujas la puerta lentamente, como si considerases la opción de irte a cualquier otro lugar. Pero vives aquí, en este espacio que compartes conmigo y nadie más. Así que no tienes más remedio que entrar y das un paso hacia adelante. Respiras agitada y tras dos segundos, das el siguiente paso. Y el otro. Ya estás dentro y por fin cierras con un giro y apoyas tu espalda en la puerta para comprobar que está bien cerrada.


Entonces viene lo mejor. Dejas tu bolso en el colgador y te quitas el abrigo rápido, como si te quemara encima de los hombros. Acto seguido te apresuras por el pasillo hasta la sala. Allí te detienes frente al sofá y con el corazón bombeando al ritmo de tambores africanos, te arrodillas. Se te dispara el pulso como una bala. Pero tú encuentras las fuerzas para agacharte y mirar debajo del sofá. Nada. No encuentras nada. Das un suspiro que mueve las cortinas de la ventana. Menudo alivio. Te pones de pie, respiras hondo y vas hacia la habitación.


Me encanta mirarte desde detrás de la puerta de la sala. Es desde donde te veo mejor y ni te das cuenta. En la habitación vuelves a hacerlo. Te acercas a la cama, te arrodillas con el corazón a punto de estallarte y el pulso a mil. Y vuelves a encontrar valor para agacharte y buscarme. Pero no me encuentras. Estoy justo detrás de ti, detrás de la puerta de la habitación.


Tú ya te has levantado y te diriges al lavabo. Allí, por alguna razón siempre entras como un torbellino, sin cuidado, y con un grito de guerra coges la cortina de la ducha y la corres con la fuerza de un huracán. No entiendo cómo pretendes encontrarme ahí. Sería el último sitio donde me escondería.


Ahora vuelvo a la puerta de tu habitación mientras te oigo colocar la cortina como estaba y siento cómo inspiras y espiras por el pasillo. Ya te estás relajando. Como cada día, te has creído que no estoy contigo. Y como cada día, crece mi deseo de que me encuentres. Vas a la cocina, junto a la sala, y allí no puedo verte. Pero sé que tomarás un té y te irás a duchar.

Es mi momento preferido juntos. No tengo que esconderme. Estoy tan cerca de ti que podrías oírme respirar si no fuese por el ruido del agua y aún así, no temo que me encuentres. Estás metida en tu mundo, soñando y saltando de pensamiento a idea y de idea a tus recuerdos. En ese mundo no hay espacio para mí, pero en tu casa tal vez podríamos ser felices.


Todavía sigo pensando en la manera de presentarme ante ti sin que te dé un infarto. Tenemos que seguir trabajando ese miedo irracional que me tienes. Aunque estoy de acuerdo en que cambiar de sitio tus zapatillas no fue lo más acertado. ¡Estabas convencida de que las habías dejado al lado de la cama en lugar de en el lavabo! Hiperventilaste y te pusiste fatal. Pero acabaste autoconvenciéndote de que habías sido tú, y no yo, quien había movido las zapatillas.


En cualquier caso, ahora sé que debo hacer algo que no te deje lugar a dudas de que he sido yo quien lo ha hecho. Podrías encontrarte el té preparado una tarde. O quizá podría susurrarte en la cama para que sientas mi presencia. ¿Te daría miedo o te ayudaría a confirmar que estás en lo cierto y que realmente existo? ¡Qué emoción! ¿Cuándo probamos?


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